El día uno de noviembre, a las diez en punto de la mañana,
abría sus puertas el Santuario de Nuestra Señora de la Soledad. En el,
bastantes novedades y estrenos, la Virgen, en su camarín vestida con su manto y
saya de gala. El camarín, sin cristal, estrenaba una nueva decoración, a base
de tela roja, así mismo, una nueva iluminación, más acorde con los nuevos
tiempos.
Se estrenaban también dos cortinas del mismo tono rojo. A los pies de
la Virgen, el Cristo yacente, sobre un túmulo rojo, semicubierto con una sabana blanca. El altar
estaba solamente iluminado con velas, desprovisto de flores o cualquier otro
adorno, resaltando la sobriedad de la
cofradía, haciendo ver sobre todas las
cosas, el dolor de la Madre que tiene a su Hijo muerto a los pies.
Fueron muchísimas las personas que visitaron el
Santuario, muchísimas las oraciones,
todo envuelto en el olor del incienso y en la música de Marco Frisina.
El día dos, como todos los años, se celebro a las doce del
mediodía, en la explanada del cementerio la Misa por todos los difuntos,
sobre todo, por aquellos que no tienen a nadie que rece por ellos. La Junta de
Gobierno preparo un Altar sobrio, exento de adornos, simbolizando la frialdad
de la muerte, pero con seis candelabros alumbrando, símbolo de la resurrección
de Cristo, que por el bautismo se extiende a todos nosotros.
Una muchedumbre asistió, con enorme respeto a la Santa Misa,
oficiada por el Consiliario de la Cofradía el Rev. P. D, David Ruiz Rosa.
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